miércoles, 10 de octubre de 2007
Santiago Alvarez
jagb @ 10:07
Para la historiografía clásica cubana, los años sesenta del siglo veinte simbolizan el período de máximo esplendor del cine cubano. Los historiadores, más atentos a lo que este cine representó en el imaginario común de un mundo por entonces decidido a encarar rupturas radicales, que a lo que las imágenes mismas estaban proponiendo, suelen hablar de ese decenio como “la década prodigiosa del cine cubano”.
En esencia, creo que es cierto; sin embargo, una relectura aguda de lo producido en esa etapa, probablemente arroje resultados contradictorios, aunque a mi juicio, menos fascinados con las leyendas del momento: en realidad, desde el punto de vista cuantitativo y también cualitativo, los sesenta significaron para el cine cubano una fecha de aprendizaje, de mucha experimentación y abundantes (y lógicos) fracasos en la ficción, y de hecho, es solo en las postrimerías que se consigue la madurez. En todo caso, “lo prodigioso” de este primer período lo aportó el aspecto documental de esa producción, indiscutiblemente encabezada por Santiago Álvarez, y cuya influencia igual podía advertirse en lo mejor de ese cine de ficción que por entonces se estaba consiguiendo.
Santiago Álvarez fue otros de esos rebeldes sin pausa que, en los sesenta, se empeñaron en cambiar el mundo. Su caso sigue resultando excepcional, incluso cuando se mira el hecho de que comenzara su carrera cinematográfica a los cuarenta años. Había nacido en el callejón de Espada número 8, altos, La Habana, el 8 de marzo de 1919. Su padre era asturiano y su madre de Salamanca. A las catorce intentó aprender el oficio de cajista y de linotipista en una imprenta, y a los diecinueve marchó a Estados Unidos donde, según sus propias palabras, fue “minero, fregador de platos, corrector de pruebas, pulidor de metales y por último –antes de que intentaran reclutarme para su ejército-, vendedor de ropa interior de mujeres. Regresé en 1941”.
A diferencia de los otros grandes fundadores del nuevo cine cubano (Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa), Santiago Álvarez no mostraba antecedente alguno en el orden fílmico una vez que triunfa la revolución de 1959 y se crea el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Su vínculo con la creación artística hay que rastrearlo en la década del cincuenta, con su ingreso a la emisora CMQ, y sobre sus inicios él mismo ha recordado:
“Tengo cuarenta años cuando triunfa Fidel y comienzo a hacer cine. Me sorprendo a mí mismo cuando hago el noticiero dedicado a Benny Moré cuando él muere. Ahí veo por primera vez el traslado de mis sentimientos al cine. Veo el lenguaje del cine sirviendo para expresarme. Veo mi emotividad reflejada.”
Los dos primeros documentales de Santiago Álvarez que aparecen en su filmografía fueron codirigidos: “Escambray” (1961), junto a Jorge Fraga, y “Muerte al invasor” (1961), al lado de Tomás Gutiérrez Alea. En el primero se habla de la lucha desatada entre revolucionarios y grupos de alzados que intentaban derrocar el nuevo poder; en el segundo, se aborda la fracasada invasión a Cuba por Playa Girón, a partir de lo filmado por Tomás Gutiérrez Alea y los camarógrafos Julio Simoneau y Pablo Martínez en el propio lugar. En este sentido, el noticiero sobre Benny Moré a que se refiere ocupa en verdad un tercer lugar en su filmografía. A pesar de que el mismo incluye imágenes de Fidel en una exaltada alocución en la sala del cine Chaplin (La Habana), a propósito de una reunión del Partido Unido de la Revolución Socialista, así como abundantes planos de Ernesto Che Guevara en un corte de caña, y del entonces presidente Dr. Osvaldo Dorticós en uno de sus discursos, es ciertamente el último segmento, dedicado a registrar el impacto de la muerte de Benny Moré el que sigue prendido en la memoria.
Vale advertir que el Noticiero ICAIC había surgido con un objetivo claramente político, al intentar contrarrestar las crónicas que informativos como “El Nacional” o “El Noticiero América” emitían con un tono no exactamente pro-revolucionario; sin embargo, si bien en un inicio se pronuncia por una estructura convencional (mensajes de actualidades comentadas en off), muy pronto pone en evidencia el deseo de experimentar con las imágenes, y concederle a las noticias una textura capaz de garantizar la perdurabilidad más allá de la exactitud del hecho.
Tal vez sea eso lo que pasa con esos pocos minutos dedicados a Benny Moré: se suceden los planos del cantante en plena actividad, e intercalados, los rostros desconcertados, adoloridos, de quienes todavía no comprenden que la muerte les haya podido arrebatar la presencia física de quien se adivinaba en la cúspide la de la inspiración, y como denominador común, la voz del mito, resaltando las emociones. Santiago Álvarez ha dicho sobre ese instante creativo:
“Conocí a Benny en CMQ. Había que hacer una guardia semanal como chequeador de estudios. Benny llegó con unos tragos. No lo reporté. Se supo y uno de los Mestre me llamó, yo lo negué pero me amonestó. Benny se enteró y un día nos encontramos en el bar de Radiocentro y nos hicimos amigos. Nos veíamos poco. Cuando muere hago ese noticiero. Uso la música, su música, con una intención narrativa y de montaje que nunca antes había hecho. Fijo resortes de lenguaje, descubro valores de la banda sonora, me doy cuenta que no sólo la imagen es importante, empiezo a combinar, a montar, para lograr asociaciones. Recibí algunas críticas en ese momento, pero sentía que había algo nuevo, diferente. Es un noticierón de punto de giro para mí, y lo hice con una gran pasión, con emoción.”
Quizás de manera involuntaria, Santiago Álvarez estaba desafiando con su manera de hacer el noticiero en aquel instante, uno de los problemas teóricos que todavía hoy, siguen dando que hablar, y que pudiéramos resumir en esta interrogante: ¿puede el documentalista darse el lujo de lo emotivo?, ¿no es acaso la frialdad de la razón, a contrapelo de los desbordes de la emoción, lo que garantiza esa áurea de objetividad que acompaña al documental desde sus inicios?, ¿no ha de ser el documental paradigma de verosimilitud, modelo de una exposición donde la realidad aparezca sin los afeites típicos en el cine de ficción?. Aquel noticiero estaba revelando la especial sensibilidad de Santiago, desarrollada a plenitud en “Ciclón” (1963), ese documental que colocara a la cinematografía cubana en el mapa del cine mundial, al obtener una docena de premios internacionales.
“Ciclón” pudo haber sido uno de los tantos reportajes realizados en torno a una de las peores catástrofes que ha azotado al país (el paso del huracán Flora en octubre de 1963, hostigando las zonas orientales). No obstante filmarse indistintamente por camarógrafos del ICAIC, del Noticiero de la Televisión y los Estudios de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la cinta es dueña de una uniformidad de tono que a ratos roza lo pesadillezco, muy en congruencia con el incidente que se intenta retratar.Santiago parece proponernos un dilema de ribetes éticos, pues en casos cómo estos, ¿es válido que la cámara asuma el rol de un voyeur fílmico de la desgracia humana?. Sin embargo, Ciclón está bien lejos de compartir las intenciones de esos reality show que en la actualidad abundan en tanta televisión adolescente; su mirada se centra en un aspecto de la tragedia humana, pero no es el morbo nacido de la observación distante e insensible del espectador la que determina la eticidad última, sino en todo caso, el compromiso personal de quien se sabe parte de la afectación. El uso inicial de la voz en off del locutor describiendo los logros colectivos del país, y la exposición de esas imágenes pre-ciclón preparan de manera muy inteligente la atmósfera de tragicidad que se irá viviendo in crescendo, y en este sentido es que puede hablarse de Santiago como el artista (no el mero periodista), capaz de descubrir esos hilos íntimos que movilizan al espectador de cualquier parte del mundo ante la grave realidad que se ofrece.
Debe haber sido con “Ciclón” que en Santiago Álvarez comenzó a ganar conciencia la certidumbre de que en un documental no bastan los testimonios (por impactantes que sean) para obtener la relevancia. A partir de entonces, su cine fue todo un alarde de imaginación, una búsqueda sorprendente de soluciones propiamente cinematográficas, que se apartaron de manera premeditada de esa pretensión literaria con que muchas veces el documental intentó ganar estatura ante cierta zona de los críticos: consciente de ello, supo prescindir del sonido a la hora de filmar (“Ciclón”;” Cerro Pelado”/ 1966; “Hanoi Martes 13”/ 1967), o utilizó material gráfico que ya existía para armarnos nuevas y auténticas historias (“L. B. J.”/ 1968). Su fuerte fue el mestizaje de técnicas, el rechazo a la primacía de esa falsa solemnidad con que algunas películas del momento intentaban recubrir la denuncia anti-imperialista. La sátira se convirtió entonces en su más efectivo modo de expresión, mientras la edición adquiría el estatus de más valor dentro de todo el proceso creativo.
“Now” (1965) acaso sea la consagración de ese estilo raigalmente cinematográfico, donde la importancia del montaje adquiere visos descomunales. Apelando a la fotoanimación, al collage de imágenes de archivos y a una banda sonora conformada por la versión al inglés que Lena Horne hace de la canción israelí “Hava Nagila”, Santiago Álvarez logra construir uno de los alegatos antirracistas más intensos que se recuerdan en el cine latinoamericano de la época; el principal valor que aún le veo a una obra como “Now” (para muchos, una anticipación del actual video-clip) está en la envidiable economía de recursos de la que hace gala su director, pero economía no solo en el plano de costos de producción, sino de recursos propiamente lingüísticos en el ámbito fílmico.
No recuerdo otro documental en el cine cubano que desborde tanta sensualidad a la hora de saborear la posible llegada de una utopía como la que anuncia el filme, y que de alguna manera algo ingenua, pregona el propio texto en inglés: la anulación del racismo. Han existido otros documentales sobre el mismo asunto, incluso cabría hasta decir que igual de hermosos, mas Santiago Álvarez parece aún insuperable en su maestría a la hora de prescindir del tono moralizante de un locutor, o la búsqueda de personajes que enfatizaran con sus palabras lo que la imagen ya estaba sugiriendo en sí misma.
Mientras que otros documentalistas de la época se pronunciaban por el abuso del cine encuesta, o la filmación fría en los lugares donde acontecen los hechos, muy dentro de la tradición impuesta por Flaherty y compañía, Santiago Álvarez termina depurando ese estilo que alguna vez llamara “documentalurgia”, y en el que cada vez se hace más precisa su capacidad para hacer del montaje (visual, pero sobre todo sonoro) el vehículo a través del cual transmitir su mensaje. “Hanoi, Martes 13” (1967), “L.B.J.” (1968) y “79 primaveras” (1969) devienen paradigmáticas de ese método de representación; son aún obras impresionantes porque en ellas uno advierte que vibra el compromiso de un hombre (no de un frío relator de supuestas verdades) empeñado en hacer valer su punto de vista, de allí que sea posible detectar ironías, deslumbramientos, dolores, alegrías, resentimientos, esperanzas, amores, y todo ese largo cúmulo de pasiones que nos va conformando como seres humanos en la vida, aunque luego nos veamos obligados a mostrar en público un solo perfil de nuestra personalidad.
Quizás sea ese desenfado el que más se extraña en la segunda mitad de la obra de Santiago Álvarez, donde lamentablemente hay una mayor querencia de “objetividad”, y un exceso de didactismo que sus primeras obras habían sabido eludir con muchísima suerte. Sus documentales posteriores hablaron de las visitas de Fidel por países de África, Europa Socialista, zonas liberadas de Viet Nam y Moscú (“Y el cielo fue tomado por asalto”/ 1973; “Los cuatro puentes”/ 1974, “El octubre de todos”/ 1977; “Y la noche se hizo arcoiris”/ 1978, “El sol no se puede tapar con un dedo”/ 1976), y también de las luchas de liberación en países como Mozambique (“Maputo Meridiano Novo”/ 1976) y Angola (“Luanda ya no es de San Pablo”/ 1976).
Santiago Álvarez seguía consciente del rol movilizador que aún podía jugar el cine en un contexto como el del Tercer Mundo, pero ya no se empeñaba en ser solo cronista de lo que estaba pasando, sino también de alguna manera, ser un cronista de lo que a su juicio estaba fatalmente condenado a suceder. Una suerte de profeta fílmico. Y esto le hizo perder en no pocas ocasiones el sentido de la síntesis, la sutileza, pero sobre todo, de la novedad. Su cine se hizo más retórico, si por este hemos de entender, más predecible. Otros han visto en la desmedida voluntad celebrativa, que apenas repara en los matices, la principal limitación del documental tardío de Santiago Álvarez. Esa es una opinión, pero no un argumento, pues la primera parte de su obra jamás escapó del compromiso incondicional con la Revolución, y sus valores estéticos siguen perdurando.
Ahora, ¿cómo leer hoy una documentalística que en los tiempos actuales pudiera parecer anacrónica y hasta irreal, al apoyarse sobre todo en el poder sugestionador de una utopía cuya consagración parecía, por primera vez, al alcance de las manos del hombre?. Supongo que serán los realizadores cubanos de las nuevas generaciones (esas que creo que todavía no han nacido, y que estarán libres de cualquier prejuicio extra-artístico) los que estén en mejores condiciones de evaluar el tremendo legado de Santiago Álvarez.
Allí permanece su raro sentido para hacer de lo aparentemente nimio algo descomunal, y por si ello fuera poco, allí están esas imágenes de nosotros mismos, esas imágenes invisibles que en el fragor de la vida diaria jamás se consigue captar en su esencia. No hablo ya solamente de la imagen del cubano, sino del Hombre-todo que ha vivido este segmento de la Historia. Hace poco descubrí esta bellísima reflexión de Patricio Guzmán: “un país, una región, una ciudad, que no tiene cine documental, es como una familia sin álbum de fotografías”. Es una sentencia que me ha hechizado porque, de manera involuntaria, me ayudó a entender de un tirón la naturaleza y origen de mi gratitud como cubano, ante la obra de un artista como Santiago Álvarez.
Juan Antonio García Borrero
Para la historiografía clásica cubana, los años sesenta del siglo veinte simbolizan el período de máximo esplendor del cine cubano. Los historiadores, más atentos a lo que este cine representó en el imaginario común de un mundo por entonces decidido a encarar rupturas radicales, que a lo que las imágenes mismas estaban proponiendo, suelen hablar de ese decenio como “la década prodigiosa del cine cubano”.
En esencia, creo que es cierto; sin embargo, una relectura aguda de lo producido en esa etapa, probablemente arroje resultados contradictorios, aunque a mi juicio, menos fascinados con las leyendas del momento: en realidad, desde el punto de vista cuantitativo y también cualitativo, los sesenta significaron para el cine cubano una fecha de aprendizaje, de mucha experimentación y abundantes (y lógicos) fracasos en la ficción, y de hecho, es solo en las postrimerías que se consigue la madurez. En todo caso, “lo prodigioso” de este primer período lo aportó el aspecto documental de esa producción, indiscutiblemente encabezada por Santiago Álvarez, y cuya influencia igual podía advertirse en lo mejor de ese cine de ficción que por entonces se estaba consiguiendo.
Santiago Álvarez fue otros de esos rebeldes sin pausa que, en los sesenta, se empeñaron en cambiar el mundo. Su caso sigue resultando excepcional, incluso cuando se mira el hecho de que comenzara su carrera cinematográfica a los cuarenta años. Había nacido en el callejón de Espada número 8, altos, La Habana, el 8 de marzo de 1919. Su padre era asturiano y su madre de Salamanca. A las catorce intentó aprender el oficio de cajista y de linotipista en una imprenta, y a los diecinueve marchó a Estados Unidos donde, según sus propias palabras, fue “minero, fregador de platos, corrector de pruebas, pulidor de metales y por último –antes de que intentaran reclutarme para su ejército-, vendedor de ropa interior de mujeres. Regresé en 1941”.
A diferencia de los otros grandes fundadores del nuevo cine cubano (Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa), Santiago Álvarez no mostraba antecedente alguno en el orden fílmico una vez que triunfa la revolución de 1959 y se crea el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Su vínculo con la creación artística hay que rastrearlo en la década del cincuenta, con su ingreso a la emisora CMQ, y sobre sus inicios él mismo ha recordado:
“Tengo cuarenta años cuando triunfa Fidel y comienzo a hacer cine. Me sorprendo a mí mismo cuando hago el noticiero dedicado a Benny Moré cuando él muere. Ahí veo por primera vez el traslado de mis sentimientos al cine. Veo el lenguaje del cine sirviendo para expresarme. Veo mi emotividad reflejada.”
Los dos primeros documentales de Santiago Álvarez que aparecen en su filmografía fueron codirigidos: “Escambray” (1961), junto a Jorge Fraga, y “Muerte al invasor” (1961), al lado de Tomás Gutiérrez Alea. En el primero se habla de la lucha desatada entre revolucionarios y grupos de alzados que intentaban derrocar el nuevo poder; en el segundo, se aborda la fracasada invasión a Cuba por Playa Girón, a partir de lo filmado por Tomás Gutiérrez Alea y los camarógrafos Julio Simoneau y Pablo Martínez en el propio lugar. En este sentido, el noticiero sobre Benny Moré a que se refiere ocupa en verdad un tercer lugar en su filmografía. A pesar de que el mismo incluye imágenes de Fidel en una exaltada alocución en la sala del cine Chaplin (La Habana), a propósito de una reunión del Partido Unido de la Revolución Socialista, así como abundantes planos de Ernesto Che Guevara en un corte de caña, y del entonces presidente Dr. Osvaldo Dorticós en uno de sus discursos, es ciertamente el último segmento, dedicado a registrar el impacto de la muerte de Benny Moré el que sigue prendido en la memoria.
Vale advertir que el Noticiero ICAIC había surgido con un objetivo claramente político, al intentar contrarrestar las crónicas que informativos como “El Nacional” o “El Noticiero América” emitían con un tono no exactamente pro-revolucionario; sin embargo, si bien en un inicio se pronuncia por una estructura convencional (mensajes de actualidades comentadas en off), muy pronto pone en evidencia el deseo de experimentar con las imágenes, y concederle a las noticias una textura capaz de garantizar la perdurabilidad más allá de la exactitud del hecho.
Tal vez sea eso lo que pasa con esos pocos minutos dedicados a Benny Moré: se suceden los planos del cantante en plena actividad, e intercalados, los rostros desconcertados, adoloridos, de quienes todavía no comprenden que la muerte les haya podido arrebatar la presencia física de quien se adivinaba en la cúspide la de la inspiración, y como denominador común, la voz del mito, resaltando las emociones. Santiago Álvarez ha dicho sobre ese instante creativo:
“Conocí a Benny en CMQ. Había que hacer una guardia semanal como chequeador de estudios. Benny llegó con unos tragos. No lo reporté. Se supo y uno de los Mestre me llamó, yo lo negué pero me amonestó. Benny se enteró y un día nos encontramos en el bar de Radiocentro y nos hicimos amigos. Nos veíamos poco. Cuando muere hago ese noticiero. Uso la música, su música, con una intención narrativa y de montaje que nunca antes había hecho. Fijo resortes de lenguaje, descubro valores de la banda sonora, me doy cuenta que no sólo la imagen es importante, empiezo a combinar, a montar, para lograr asociaciones. Recibí algunas críticas en ese momento, pero sentía que había algo nuevo, diferente. Es un noticierón de punto de giro para mí, y lo hice con una gran pasión, con emoción.”
Quizás de manera involuntaria, Santiago Álvarez estaba desafiando con su manera de hacer el noticiero en aquel instante, uno de los problemas teóricos que todavía hoy, siguen dando que hablar, y que pudiéramos resumir en esta interrogante: ¿puede el documentalista darse el lujo de lo emotivo?, ¿no es acaso la frialdad de la razón, a contrapelo de los desbordes de la emoción, lo que garantiza esa áurea de objetividad que acompaña al documental desde sus inicios?, ¿no ha de ser el documental paradigma de verosimilitud, modelo de una exposición donde la realidad aparezca sin los afeites típicos en el cine de ficción?. Aquel noticiero estaba revelando la especial sensibilidad de Santiago, desarrollada a plenitud en “Ciclón” (1963), ese documental que colocara a la cinematografía cubana en el mapa del cine mundial, al obtener una docena de premios internacionales.
“Ciclón” pudo haber sido uno de los tantos reportajes realizados en torno a una de las peores catástrofes que ha azotado al país (el paso del huracán Flora en octubre de 1963, hostigando las zonas orientales). No obstante filmarse indistintamente por camarógrafos del ICAIC, del Noticiero de la Televisión y los Estudios de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la cinta es dueña de una uniformidad de tono que a ratos roza lo pesadillezco, muy en congruencia con el incidente que se intenta retratar.Santiago parece proponernos un dilema de ribetes éticos, pues en casos cómo estos, ¿es válido que la cámara asuma el rol de un voyeur fílmico de la desgracia humana?. Sin embargo, Ciclón está bien lejos de compartir las intenciones de esos reality show que en la actualidad abundan en tanta televisión adolescente; su mirada se centra en un aspecto de la tragedia humana, pero no es el morbo nacido de la observación distante e insensible del espectador la que determina la eticidad última, sino en todo caso, el compromiso personal de quien se sabe parte de la afectación. El uso inicial de la voz en off del locutor describiendo los logros colectivos del país, y la exposición de esas imágenes pre-ciclón preparan de manera muy inteligente la atmósfera de tragicidad que se irá viviendo in crescendo, y en este sentido es que puede hablarse de Santiago como el artista (no el mero periodista), capaz de descubrir esos hilos íntimos que movilizan al espectador de cualquier parte del mundo ante la grave realidad que se ofrece.
Debe haber sido con “Ciclón” que en Santiago Álvarez comenzó a ganar conciencia la certidumbre de que en un documental no bastan los testimonios (por impactantes que sean) para obtener la relevancia. A partir de entonces, su cine fue todo un alarde de imaginación, una búsqueda sorprendente de soluciones propiamente cinematográficas, que se apartaron de manera premeditada de esa pretensión literaria con que muchas veces el documental intentó ganar estatura ante cierta zona de los críticos: consciente de ello, supo prescindir del sonido a la hora de filmar (“Ciclón”;” Cerro Pelado”/ 1966; “Hanoi Martes 13”/ 1967), o utilizó material gráfico que ya existía para armarnos nuevas y auténticas historias (“L. B. J.”/ 1968). Su fuerte fue el mestizaje de técnicas, el rechazo a la primacía de esa falsa solemnidad con que algunas películas del momento intentaban recubrir la denuncia anti-imperialista. La sátira se convirtió entonces en su más efectivo modo de expresión, mientras la edición adquiría el estatus de más valor dentro de todo el proceso creativo.
“Now” (1965) acaso sea la consagración de ese estilo raigalmente cinematográfico, donde la importancia del montaje adquiere visos descomunales. Apelando a la fotoanimación, al collage de imágenes de archivos y a una banda sonora conformada por la versión al inglés que Lena Horne hace de la canción israelí “Hava Nagila”, Santiago Álvarez logra construir uno de los alegatos antirracistas más intensos que se recuerdan en el cine latinoamericano de la época; el principal valor que aún le veo a una obra como “Now” (para muchos, una anticipación del actual video-clip) está en la envidiable economía de recursos de la que hace gala su director, pero economía no solo en el plano de costos de producción, sino de recursos propiamente lingüísticos en el ámbito fílmico.
No recuerdo otro documental en el cine cubano que desborde tanta sensualidad a la hora de saborear la posible llegada de una utopía como la que anuncia el filme, y que de alguna manera algo ingenua, pregona el propio texto en inglés: la anulación del racismo. Han existido otros documentales sobre el mismo asunto, incluso cabría hasta decir que igual de hermosos, mas Santiago Álvarez parece aún insuperable en su maestría a la hora de prescindir del tono moralizante de un locutor, o la búsqueda de personajes que enfatizaran con sus palabras lo que la imagen ya estaba sugiriendo en sí misma.
Mientras que otros documentalistas de la época se pronunciaban por el abuso del cine encuesta, o la filmación fría en los lugares donde acontecen los hechos, muy dentro de la tradición impuesta por Flaherty y compañía, Santiago Álvarez termina depurando ese estilo que alguna vez llamara “documentalurgia”, y en el que cada vez se hace más precisa su capacidad para hacer del montaje (visual, pero sobre todo sonoro) el vehículo a través del cual transmitir su mensaje. “Hanoi, Martes 13” (1967), “L.B.J.” (1968) y “79 primaveras” (1969) devienen paradigmáticas de ese método de representación; son aún obras impresionantes porque en ellas uno advierte que vibra el compromiso de un hombre (no de un frío relator de supuestas verdades) empeñado en hacer valer su punto de vista, de allí que sea posible detectar ironías, deslumbramientos, dolores, alegrías, resentimientos, esperanzas, amores, y todo ese largo cúmulo de pasiones que nos va conformando como seres humanos en la vida, aunque luego nos veamos obligados a mostrar en público un solo perfil de nuestra personalidad.
Quizás sea ese desenfado el que más se extraña en la segunda mitad de la obra de Santiago Álvarez, donde lamentablemente hay una mayor querencia de “objetividad”, y un exceso de didactismo que sus primeras obras habían sabido eludir con muchísima suerte. Sus documentales posteriores hablaron de las visitas de Fidel por países de África, Europa Socialista, zonas liberadas de Viet Nam y Moscú (“Y el cielo fue tomado por asalto”/ 1973; “Los cuatro puentes”/ 1974, “El octubre de todos”/ 1977; “Y la noche se hizo arcoiris”/ 1978, “El sol no se puede tapar con un dedo”/ 1976), y también de las luchas de liberación en países como Mozambique (“Maputo Meridiano Novo”/ 1976) y Angola (“Luanda ya no es de San Pablo”/ 1976).
Santiago Álvarez seguía consciente del rol movilizador que aún podía jugar el cine en un contexto como el del Tercer Mundo, pero ya no se empeñaba en ser solo cronista de lo que estaba pasando, sino también de alguna manera, ser un cronista de lo que a su juicio estaba fatalmente condenado a suceder. Una suerte de profeta fílmico. Y esto le hizo perder en no pocas ocasiones el sentido de la síntesis, la sutileza, pero sobre todo, de la novedad. Su cine se hizo más retórico, si por este hemos de entender, más predecible. Otros han visto en la desmedida voluntad celebrativa, que apenas repara en los matices, la principal limitación del documental tardío de Santiago Álvarez. Esa es una opinión, pero no un argumento, pues la primera parte de su obra jamás escapó del compromiso incondicional con la Revolución, y sus valores estéticos siguen perdurando.
Ahora, ¿cómo leer hoy una documentalística que en los tiempos actuales pudiera parecer anacrónica y hasta irreal, al apoyarse sobre todo en el poder sugestionador de una utopía cuya consagración parecía, por primera vez, al alcance de las manos del hombre?. Supongo que serán los realizadores cubanos de las nuevas generaciones (esas que creo que todavía no han nacido, y que estarán libres de cualquier prejuicio extra-artístico) los que estén en mejores condiciones de evaluar el tremendo legado de Santiago Álvarez.
Allí permanece su raro sentido para hacer de lo aparentemente nimio algo descomunal, y por si ello fuera poco, allí están esas imágenes de nosotros mismos, esas imágenes invisibles que en el fragor de la vida diaria jamás se consigue captar en su esencia. No hablo ya solamente de la imagen del cubano, sino del Hombre-todo que ha vivido este segmento de la Historia. Hace poco descubrí esta bellísima reflexión de Patricio Guzmán: “un país, una región, una ciudad, que no tiene cine documental, es como una familia sin álbum de fotografías”. Es una sentencia que me ha hechizado porque, de manera involuntaria, me ayudó a entender de un tirón la naturaleza y origen de mi gratitud como cubano, ante la obra de un artista como Santiago Álvarez.
Juan Antonio García Borrero
Pastor Vega
Siempre jovial, entusiasta, dicharachero, optimista y cubanísimo, Pastor se inició en las artes escénicas cuando se integró al célebre Teatro Estudio en 1958. Cuatro años después, decide consagrarse por entero al cine, donde realizó al principio la asistencia de dirección de varios documentales y largometrajes de ficción, e incluso participó como actor en La decisión (1964), donde también debutó Daisy Granados, su fidelísima compañera de toda la vida. Pronto es promovido como realizador de documentales, y a esta etapa se debe ¡Viva la República! (1972) una de las más importantes obras documentales de una cinematografía particularmente pródiga en piezas cumbres de este género. Su debut en el largo de ficción llegó con una de las más películas más elogiadas y discutidas del cine cubano: Retrato de Teresa (1979), auténtico ejemplo de séptimo arte comprometido con las problemáticas contemporáneas y los personajes más populares y entrañables. Luego se sucedieron Habanera, Amor en campo minado, En el aire, Vidas paralelas, Las profecías de Amanda... hasta el momento en que nos dejó, en que preparaba, a pesar de las múltiples dolencias que le causaba su enfermedad, el arriesgado proyecto de una ópera campesina, sentido homenaje a su padre y a la música guajira, como él mismo le llamaba con cariño. Pero no se puede circunscribir la vida creativa de Pastor Vega a la sucesión de películas que consiguió poner en pantalla. Su laboreo incansable está registrado en buena parte de los grandes eventos que el ICAIC ha desarrollado: fue director del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, de la Cinemateca de Cuba, y de la Federación de Cineclubes. También fue profesor universitario en varios países, crítico y teórico del cine, jurado en numerosos festivales, además de que sus filmes han sido exhibidos en más de cincuenta naciones. Intelectual de muy amplias y fructíferas diligencias, Pastor Vega es de esos creadores que cuando no existen hay que inventarlos, porque saben como llenar todo el espacio a su alrededor, siempre dispuestos a emprender, impulsar, alentar. Habrá que hablar de él siempre en presente, aunque ya no esté con nosotros.
Nació el 12 de febrero de 1940 en la Ciudad de la Habana. En noviembre de 1958 ingresó, siendo uno de los fundadores, en la academia Teatro Estudio que dirigían los hermanos Vicente y Raquel Revuelta. A mediados de 1960 termina el curso en Teatro Estudio obteniendo las más altas calificaciones. Participó con este grupo en las representaciones de "Mundo de Cristal", " Tupac Amaru" y "Madre Coraje", entre otras. También participó como actor en varias películas, como "La Decisión" de José Massip, "Un día de trabajo", y otras. En ese mismo año ingresa en el ICAIC, siendo uno de sus fundadores, como asistente de dirección, actividad que comparte con el teatro hasta 1961, fecha en que abandona Teatro Estudio para dedicarse por completo al cine. En 1964, después de trabajar como actor, asistente de dirección en varios documentales y largometrajes fue promovido a director de documentales. En 1970 llega a ser director de largometrajes. y participó en innumerables delegaciones de cineastas cubanos. Fundó en 1979 y dirigió las primeras doce ediciones del Festival Intrenacional del Nuevo Cine Latinoamericano. También es fundador de la Escuela Internacional de Cine, TV y Video de San Antonio de los Baños. De 1978 a 1987 se desempeña como Director de Relaciones Internacionales del ICAIC. En 1979 filma el largometraje de ficción Retrato de Teresa con una gran acogida del público y la crítica, que despierta una inusual polémica en torno a su temática. Ha impartido cursos y conferencias en Estados Unidos, La Unión Soviética, España, Italia, Venezuela, Colombia y Brasil. Ha publicado innumerables artículos en revistas nacionales e internacionales. Sus filmes han sido exhibidos comercialmente en más de 50 países.
Simplemente Titon
Titón y la cubanía
Por Miguel Torres
http://www.soycubano.com/bijirita/cine/titon.asp
http://www.soycubano.com/bijirita/cine/titon.asp
Tomás Gutiérrez Alea nació en La Habana en 1928. Estudió Derecho en la Universidad de La Habana. En su adolescencia filma algunos cortos experimentales con una cámara de 8 milímetros. No ejerce como abogado; tan pronto como termina sus estudios, parte hacia Roma a estudiar dirección cinematográfica.En Roma, el joven Titón, criollo y habanero, descubre una rica realidad. La cultura italiana, una de las más importantes del continente, estaba en plena efervescencia con el nacimiento y desarrollo del cine neorrealista, uno de los grandes movimientos culturales del siglo XX. Al mismo tiempo, en esta Italia predominaban las más importantes corrientes del pensamiento político y social de su tiempo. Este descubrimiento del mundo, que iría desde un cine nuevo, hasta el ansia de una sociedad nueva y más justa, influyeron sin dudas y dejaron su impronta en la formación de Gutiérrez Alea, quien regresa a Cuba en 1953. Con sólo 25 años, una sólida cultura, y un tumulto de ideas y proyectos, colabora activamente en la Sociedad «Nuestro Tiempo», un hervidero de ideas y proyectos culturales y sociales en la Cuba de esa época. Era el momento en que se avecinaba para su patria un camino de encrucijadas históricas.En I 955, colabora con Julio García Espinosa en la dirección de El Mégano donde participaron además como guionistas Alfredo Guevara y José Massip. La fotografía estuvo a cargo de Jorge Haydú.
El Mégano es un crudo y hermoso documental sobre la vida dura de los olvidados carboneros de la Ciénaga de Zapata, una zona terriblemente pobre en la Cuba de entonces.El documental se eleva del nivel de la simple denuncia social hasta alcanzar una dimensión poética, y ser, de hecho, la piedra angular sobre la que se fundaría el cine de lo que en pocos años sería el movimiento cinematográfico de la Revolución Cubana.
Con su esposa,la actriz Mirta IbarraEl Mégano fue secuestrado por las autoridades y sus realizadores fichados por la policía. En los años siguientes, años de gran convulsión política del país, sobre todo entre el '56 y el '58, Gutiérrez Alea dirige pequeños cortos documentales, reportajes y cortos publicitarios en una productora cinematográfica nacional llamada Cine Revista. Titón ensayaba las técnicas y maduraba como creador.Al triunfo revolucionario, el primero de enero de 1959, este joven artista se incorpora de inmediato a la inmensa gesta cultural que la Revolución traía consigo. En el propio 1959, tomando como tema la secular situación de hambre y miseria que vivió el campesinado cubano, Titón realiza: Esta tierra nuestra. Fue su primer documental con una factura y nivel artístico a la altura de las intenciones de la época defínitoria en que fue producido.Este documental sirvió como propaganda para la Ley de Reforma Agraria, algo que definió el carácter radical y profundo de la Joven Revolución Cubana.En I 960, con la fotografía de Otello Martelli, una de las grandes figuras del neorrealismo, Titón realiza el primer filme de largometraje del cine de la Revolución Cubana. Historias de la Revolución, estrenado en diciembre de 1960. Su exhibición conmocionó no sólo a la intelectualidad cubana, sino también al gran público. El filme comunicaba fácilmente y tenía una factura altamente decorosa. Se podía decir que el nuevo cine alcanzaba su primera obra. Al año siguiente, en 1961, se produce la invasión mercenaria a Playa Girón, allí Gutiérrez Alea toma partido de forma defínitoria y trabaja para el noticiero ICAIC como corresponsal de guerra. Dirige junto a Santiago Alvarez Muerte al Invasor, una joya del cine militante, producido bajo una altísima tensión política y social. No es ocioso recordar que con la invasión de Playa Girón fue proclamado el carácter socialista de la Revolución Cubana. Las Doce Sillas es una deliciosa comedia, realizada en 1962 y que todavía conserva, porque pueden apreciarse en ella, las huellas del neorrealismo. El filme se deleita en situaciones que reflejan el entorno social de una época, a la par que muestra un humor disparatado y efectivo donde la irreverencia ocupa un lugar destacado. Era ya para el director y para el cine cubano, una obra de madurez.En 1966, con la Muerte de un burócrata, brotan en este creador rasgos de excelencia hacia un cine impecable, donde todavía la huella del neorrealismo persiste. En una peculiar síntesis de humor negro y surrealismo, Titón hace un homenaje a quien él consideraba su maestro: Luis Buñuel.Así, en un espiral de madurez artística que avanzaba de filme en filme, Titón dirige en 1968 Memorias del Subdesarrollo, su obra cumbre, y sin dudas una de las obras mayores del cine cubano y latinoamericano de nuestros tiempos. De ésta se ha hablado mucho y en todas las latitudes. Nadie duda que este filme realista, directo, duro y sincero, es una referencia obligada para quien quiera conocer la Cuba de esa época.Había logrado un filme profundamente visceral y quizás autobiográfico. Es su mejor filme, su obra maestra, la cual se puede ver de año en año y encontrar cada vez nuevas aristas. Memorias... es de esos raros filmes que gana con el tiempo.En 1971 Titón emprende la colosal tarea de basarse en un relato inspirado en Don Fernando Ortiz para producir un filme artísticamente muy ambicioso Una pelea cubana contra los demonios. El resultado fue quizás el más fuerte fracaso que debió afrontar Titón, lo cual fue reconocido por él públicamente. Por nuestra parte podemos decir que una obra ambientada en el siglo XVII y repleta de metáforas, no respondía a la cuerda esencial de Titón. En nuestra opinión, un autor fuertemente atado al realismo y a la expresión directa, casi documental, no se correspondía con aquel filme.La Última Cena, ambientada también en una lejana época histórica es su filme de 1976, y arroja luz y elementos de relación sobre el presente. En este filme es notable el uso de actores negros y la madurez con que Titón maneja el tema de la esclavitud y la hipocresía clerical. Para muchos, incluyendo el que redacta estas líneas, es su mejor película después de Memorias... y de alguna manera son dos obras con puntos de vista y obsesiones muy comunes.En 1983, Titón vuelve a reverdecer laureles con Hasta Cierto Punto, película ambientada en y con los trabajadores del Puerto de La Habana. Otra vez se impone el estilo realista que lo emparenta con el documental y con la influencia del neorrealismo.Entre Memorias... y La Última Cena, pasaron ocho años, y pasarían otros cinco más para que con Hasta Cierto Punto, lograra una obra descollante. Por entonces ya el artista tenía casi 60 años, algunos decían: un viejo, para un cine que siempre ha rendido culto al talento joven.Un día supimos que Titón estaba enfermo, era un secreto guardado primero por familiares y amigos y después por la familia cinematográfica. Pero así y todo todavía le quedaba por realizar un combate contra la enfermedad, la vejez y los tabúes.En 1993, con 67 años, este hombre inagotable vuelve a colocar su obra al lado de Memorias... y La Última Cena. Fresa y Chocolate aborda un tema tabú, echa una ojeada crítica a la sociedad de nuestros días y llega a todos dentro y fuera de Cuba. Está de nuevo aquí el Titón realista, directo, sincero, irreverente y por momentos vitriólico.Pero no poco hace el filme que le sigue, Guantanamera, para inducir a la reflexión y develar realidades. Aquí hay una especie de broma del más denso humor negro del autor con la muerte, que sabía inevitable. Murió trabajando, creando y elevando el nivel artístico de nuestra cultura nacional.Si algo podemos decir en unas líneas, es que fue, en su búsqueda de la verdad, su tenacidad, y su ética, en su humor a veces cáustico, profundamente cubano. Su muerte; aún reciente, deja un legado de filmes que nuevas generaciones de espectadores, críticos y cineastas disfrutarán y analizarán como testimonio del tiempo que les tocó vivir.
El Mégano es un crudo y hermoso documental sobre la vida dura de los olvidados carboneros de la Ciénaga de Zapata, una zona terriblemente pobre en la Cuba de entonces.El documental se eleva del nivel de la simple denuncia social hasta alcanzar una dimensión poética, y ser, de hecho, la piedra angular sobre la que se fundaría el cine de lo que en pocos años sería el movimiento cinematográfico de la Revolución Cubana.
Con su esposa,la actriz Mirta IbarraEl Mégano fue secuestrado por las autoridades y sus realizadores fichados por la policía. En los años siguientes, años de gran convulsión política del país, sobre todo entre el '56 y el '58, Gutiérrez Alea dirige pequeños cortos documentales, reportajes y cortos publicitarios en una productora cinematográfica nacional llamada Cine Revista. Titón ensayaba las técnicas y maduraba como creador.Al triunfo revolucionario, el primero de enero de 1959, este joven artista se incorpora de inmediato a la inmensa gesta cultural que la Revolución traía consigo. En el propio 1959, tomando como tema la secular situación de hambre y miseria que vivió el campesinado cubano, Titón realiza: Esta tierra nuestra. Fue su primer documental con una factura y nivel artístico a la altura de las intenciones de la época defínitoria en que fue producido.Este documental sirvió como propaganda para la Ley de Reforma Agraria, algo que definió el carácter radical y profundo de la Joven Revolución Cubana.En I 960, con la fotografía de Otello Martelli, una de las grandes figuras del neorrealismo, Titón realiza el primer filme de largometraje del cine de la Revolución Cubana. Historias de la Revolución, estrenado en diciembre de 1960. Su exhibición conmocionó no sólo a la intelectualidad cubana, sino también al gran público. El filme comunicaba fácilmente y tenía una factura altamente decorosa. Se podía decir que el nuevo cine alcanzaba su primera obra. Al año siguiente, en 1961, se produce la invasión mercenaria a Playa Girón, allí Gutiérrez Alea toma partido de forma defínitoria y trabaja para el noticiero ICAIC como corresponsal de guerra. Dirige junto a Santiago Alvarez Muerte al Invasor, una joya del cine militante, producido bajo una altísima tensión política y social. No es ocioso recordar que con la invasión de Playa Girón fue proclamado el carácter socialista de la Revolución Cubana. Las Doce Sillas es una deliciosa comedia, realizada en 1962 y que todavía conserva, porque pueden apreciarse en ella, las huellas del neorrealismo. El filme se deleita en situaciones que reflejan el entorno social de una época, a la par que muestra un humor disparatado y efectivo donde la irreverencia ocupa un lugar destacado. Era ya para el director y para el cine cubano, una obra de madurez.En 1966, con la Muerte de un burócrata, brotan en este creador rasgos de excelencia hacia un cine impecable, donde todavía la huella del neorrealismo persiste. En una peculiar síntesis de humor negro y surrealismo, Titón hace un homenaje a quien él consideraba su maestro: Luis Buñuel.Así, en un espiral de madurez artística que avanzaba de filme en filme, Titón dirige en 1968 Memorias del Subdesarrollo, su obra cumbre, y sin dudas una de las obras mayores del cine cubano y latinoamericano de nuestros tiempos. De ésta se ha hablado mucho y en todas las latitudes. Nadie duda que este filme realista, directo, duro y sincero, es una referencia obligada para quien quiera conocer la Cuba de esa época.Había logrado un filme profundamente visceral y quizás autobiográfico. Es su mejor filme, su obra maestra, la cual se puede ver de año en año y encontrar cada vez nuevas aristas. Memorias... es de esos raros filmes que gana con el tiempo.En 1971 Titón emprende la colosal tarea de basarse en un relato inspirado en Don Fernando Ortiz para producir un filme artísticamente muy ambicioso Una pelea cubana contra los demonios. El resultado fue quizás el más fuerte fracaso que debió afrontar Titón, lo cual fue reconocido por él públicamente. Por nuestra parte podemos decir que una obra ambientada en el siglo XVII y repleta de metáforas, no respondía a la cuerda esencial de Titón. En nuestra opinión, un autor fuertemente atado al realismo y a la expresión directa, casi documental, no se correspondía con aquel filme.La Última Cena, ambientada también en una lejana época histórica es su filme de 1976, y arroja luz y elementos de relación sobre el presente. En este filme es notable el uso de actores negros y la madurez con que Titón maneja el tema de la esclavitud y la hipocresía clerical. Para muchos, incluyendo el que redacta estas líneas, es su mejor película después de Memorias... y de alguna manera son dos obras con puntos de vista y obsesiones muy comunes.En 1983, Titón vuelve a reverdecer laureles con Hasta Cierto Punto, película ambientada en y con los trabajadores del Puerto de La Habana. Otra vez se impone el estilo realista que lo emparenta con el documental y con la influencia del neorrealismo.Entre Memorias... y La Última Cena, pasaron ocho años, y pasarían otros cinco más para que con Hasta Cierto Punto, lograra una obra descollante. Por entonces ya el artista tenía casi 60 años, algunos decían: un viejo, para un cine que siempre ha rendido culto al talento joven.Un día supimos que Titón estaba enfermo, era un secreto guardado primero por familiares y amigos y después por la familia cinematográfica. Pero así y todo todavía le quedaba por realizar un combate contra la enfermedad, la vejez y los tabúes.En 1993, con 67 años, este hombre inagotable vuelve a colocar su obra al lado de Memorias... y La Última Cena. Fresa y Chocolate aborda un tema tabú, echa una ojeada crítica a la sociedad de nuestros días y llega a todos dentro y fuera de Cuba. Está de nuevo aquí el Titón realista, directo, sincero, irreverente y por momentos vitriólico.Pero no poco hace el filme que le sigue, Guantanamera, para inducir a la reflexión y develar realidades. Aquí hay una especie de broma del más denso humor negro del autor con la muerte, que sabía inevitable. Murió trabajando, creando y elevando el nivel artístico de nuestra cultura nacional.Si algo podemos decir en unas líneas, es que fue, en su búsqueda de la verdad, su tenacidad, y su ética, en su humor a veces cáustico, profundamente cubano. Su muerte; aún reciente, deja un legado de filmes que nuevas generaciones de espectadores, críticos y cineastas disfrutarán y analizarán como testimonio del tiempo que les tocó vivir.
Cortesía de la Revista Habanera
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